lunes, 9 de enero de 2012

Da cuenta de tu mayordomía

Da cuenta de tu mayordomía
Rev. Gustavo Martínez Garavito
Tarde o temprano, tendremos que rendir un informe a nuestro amo celestial. ¿Quién sabe si, antes que termine de leer estas líneas, usted se encuentre frente a Dios rindiendo su propio informe?
En este relato vemos cómo aquel mayordomo es acusado de hurto, de malgastar los bienes de su Señor, de haber hecho uso indebido de lo que no le pertenecía. Antes de salir de viaje, el amo había puesto bajo la custodia del mayordomo sus posesiones y toda su propiedad.
“Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado ante él como disipador de sus bienes. Entonces le llamó, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás ser mayordomo”(Lucas 16: 1-2).
 Durante la ausencia de su amo, nadie le pedía cuentas de nada, ya que todo estaba bajo autoridad. Sin embargo, se olvidó de que un día el amo le exigiría que rindiera cuentas, y que le fuera menester entregar un informe detallado de las transacciones realizadas con aquellos bienes que se le habían confiado.
 Amados, como mayordomos en la viña del Señor, no se nos puede olvidar que un día el Señor también nos pedirá cuenta de todo lo que Él ha colocado en nuestras manos. Siempre hemos de tener presente que todo cuanto hemos recibido es por gracia, y no por nuestras capacidades o nuestros talentos humanos. Esta es la Obra de Dios, manifestada a través de su misericordia, que nos ha levantado del polvo, de la nada, y permitido ser instrumentos en sus manos. Nunca se nos puede olvidar de dónde nos sacó y cómo nos halló el Señor. Él nos dio vida por medio de su sangre cuando estábamos muertos en delitos y pecados, también nos dio valor cuando no valíamos nada.
 Cuando llegó el momento de dar cuenta, el amo le dio la oportunidad al mayordomo de confesar su fechoría. El amo tenía la autoridad y el derecho de despedir al mayordomo sin pedirle justificaciones. El primero se había dado cuenta que el administrador le había defraudado, que éste había estado usando sus bienes incorrectamente. Sin embargo, en vez de despedirlo, le dio una oportunidad al mayordomo para que demostrara su fidelidad con pruebas claras y cabales; que las supuestas malversaciones tan sólo eran unas calumnias originadas por los celos o la envidia de otros que querían ocupar su puesto. El Señor le dio la oportunidad al mayordomo de demostrar que éste no le había defraudado, al usar los bienes que no le pertenecían para sus fines e intereses personales, para levantar su propia imagen y crearse un patrimonio propio.
 En esta orden, “da cuenta de tu mayordomía”, trasluce la misericordia de Dios. En efecto, teniendo el todo dominio y autoridad, podría eliminarlos como una paja que lleva el viento. Sin embargo, como dijera el profeta Jeremías: “Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad” (Lamentaciones 3:22-23). Aunque nosotros podemos serle infieles, Dios permanece fiel a su Palabra, a su amor, y por eso puede compadecerse de toda la humanidad.
 Sin embargo, aunque se le dio una oportunidad para justificarse, aquel mayordomo no pudo demostrar su fidelidad. Hoy, no se trata de aquel hombre ante su amo terrenal, sino de nosotros. Tarde o temprano, tendremos que rendir un informe a nuestro amo celestial. ¿Quién sabe si, antes que termine de leer estas líneas, usted se encuentre frente a Dios rindiendo su propio informe?
 De otro lado, así como nosotros hemos experimentado la misericordia de Dios, tenemos que aprender a ejercer misericordia para con los demás también. ¿Cómo vamos a ser como aquel siervo a quien su amo le perdonó una deuda inmensa, pero que no le mostró misericordia a un compañero que le debía una suma insignificante? Esta es la triste condición de la humanidad. A veces, nosotros, como siervos de Dios, queremos que se nos perdone y que se nos trate bien; pero no estamos dispuestos a perdonar ni a tratar bien a los demás. Cuando se enteró del asunto, el amo le preguntó a dicho siervo: ¿No debías tú tener misericordia de tu compañero? Entonces, el perdón que se le había dado fue anulado. Aquel hombre volvió a ser llamado a juicio por todo lo que debía, y se le añadió a la cuenta su falta de misericordia.
 La rendición de cuentas no significaba el destino absoluto del mayordomo infiel. Si era hallado culpable, tan sólo se le iba a degradar de posición (“ya no podrás ser más mayordomo”, indica el verso 2). No se le iba a despedir de la casa, sino que, simplemente, el amo le indicó que no ocuparía más un puesto de confianza. Aquel siervo no podía ocupar aquella posición, porque no había sido hallado fiel, y se requiere que los administradores sean personas fieles. Así lo afirma el apóstol Pablo: “Se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel” (1 Corintios 4:2). El ministerio requiere de usted y de su fidelidad; Dios quiere hombres fieles a Él, a su Palabra, que no se dejen mover por los vientos, que no busquen otras cosas. Sin embargo, parece que a este hombre no le importaba tanto el hecho de que le habían hallado infiel: lo que más le preocupaba, era que ya no podría ser mayordomo.
 Cuán terrible es que a ciertas personas no les preocupe su condición, su descendencia, su descarrío, su infidelidad, la falta de comunión con Dios, la falta de unidad. Sólo están pendientes de su posición. Estos son siervos como Saúl, quien, después de que el Señor lo desechara, le pidió a Samuel: “Yo he pecado; pues he quebrantado el mandamiento de Jehová y tus palabras, porque temí al pueblo y consentí a la voz de ellos. Perdona, pues, ahora mi pecado, y vuelve conmigo para que adore a Jehová” (1 Samuel 15:24-25). En otras palabras, Saúl le estaba pidiendo a Samuel que le honrase ante el pueblo, pese a su pecado y a haber sido desechado por Dios. Saúl quería que el pueblo creyera que Dios estaba con él, y que tenía el apoyo del profeta. La única preocupación del monarca caído era su imagen ante el pueblo, y no su posición ante Dios. Saúl estaba tan endurecido que no le interesaba la restauración espiritual, el poder disfrutar de la comunión en el santuario.
  ¡Qué diferencia con David! Cuando David tuvo que huir, y pasó por momentos difíciles, le dijo al Señor: “Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas. Para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el santuario” (Salmo 63:1, 2). La preocupación de David no eran los problemas, ni el desierto, sino de no poder estar en el santuario con los demás adoradores. ¿Acaso será esto lo que nos preocupa cuando no sentimos la presencia del Señor? ¿Seremos como el ciervo que brama por las corrientes de las aguas? “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el lama mía”, Salmo 42:1. Este animal brama cuando busca agua para calmar su sed, pero también la usa para esconderse del predador. Cuando los ciervos se ven perseguidos, su defensa es el agua; éstos se meten en el agua, y el cazador pierde su rastro.
 Asimismo, la presencia de Dios no sólo nos deleita y nos da descanso, sino que nos confiere seguridad y protección. Dios se alza como un muro entre nosotros y contra todo tipo de calamidades; el toque purificador del Espíritu Santo nos alienta y nos restaura. En la comunión con Dios, oímos esa voz cálida que nos dice: “No temas, siervo, yo estoy contigo para salvarte, para darte la victoria, para ayudarte, para impulsarte. Yo preparo tus manos para la batalla, no te aflijas, no temas”.
  Nuestro interés por nuestro Señor ha de ser genuino. Tenemos que usar los bienes que Dios nos ha confiado exclusivamente para su gloria, su alabanza y para llevar miles de personas a los pies de Cristo. En la rendición de cuenta, seremos justificados o seremos descalificados. Dios es fiel y exige de nosotros fidelidad.
  Ante la demanda de su amo, el mayordomo, sabiendo que había sido infiel, se dijo a sí mismo: “¿Qué haré? Porque mi amo me quita la mayordomía” (Lucas 16:3). ¿Sabe usted si está en comunión con Dios? El Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu si somos o no hijos de Dios, si estamos caminando bien, si somos fieles en la mayordomía o si estamos defraudando a nuestro amo. Revisemos la trayectoria de nuestra vida. ¿Cómo se ha conducido usted todos estos años? ¿Cómo ha estado usando los bienes de su amo? ¿Dónde empezó el fraude? ¿Cuándo empezó a marchar mal nuestra mayordomía?
 Aquel mayordomo no estaba dispuesto a hacer lo debido, es decir, dos cosas importantes. Primero, tenía que reconocer que había fallado; y luego, tenía que pedir perdón por su pecado. Lo segundo era restituir lo que había robado a su amo. Por eso, aquel hombre se preguntó a sí mismo: “¿Qué haré?” Él sabía que tenía la necesidad de humillarse, de reconocer que había pecado. La humillación entraña el perdón de Dios.
 No obstante, el mayordomo infiel empezó a plantearse otras soluciones en vez de humillarse ante su amo: “Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza” (Lucas 16:3). Este hombre seguía preocupándose por las apariencias, y no aceptaba la idea de verse degradado de su mayordomía ante los demás. ¿Acaso no es eso lo que hay dentro de muchos corazones? Aunque no lo manifestamos, no queremos trabajar bajo autoridad, ni vivir bajo autoridad, humillados y sujetos a la voluntad divina a través de las autoridades delegadas. Hoy día, cuando se le quita la mayordomía a algunos, éstos se apartan de Dios. Cambian de templo, de pastor, de concilio, o prefieren la vía de la separación en vez de la humillación. Dejan de ir a las convenciones y a las confraternidades, para que no se diga de ellos que ya no son lo que eran, o que ya no ocupan la posición que ocupaban.
 Cuán diferente fue la actitud del hijo pródigo. Él también había malgastado los bienes de su padre y vivió una vida de libertinaje, pero se dijo a sí mismo: “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (Lucas 15:18, 19). Aquel joven reconoció que tanto su infidelidad como su pecado le habían quitado el privilegio de ser llamado hijo. Prefería ser un esclavo con tal de estar en la casa del padre, que un príncipe de este mundo. Hermanos, es mejor ser miembro de una iglesia donde se mueva la presencia de Dios, que ser un mayordomo donde hay aridez, donde no hay fuego, ni visión, ni santidad. Es mejor ser miembro de una iglesia de santidad, que ser un líder de una iglesia mundana, pagana, que no respeta la Palabra de Dios.
  El mayordomo afirmó que mendigar le daba vergüenza. En otros términos, no quería que la gente supiera que él era un ladrón; y que, por eso, había perdido su posición de administrador. Prefirió la huida antes de reconocer que había defraudado a su amo. Escogió el favor de los hombres. Empezó a llamar a todos los deudores de su amo y, en secreto, redujo las deudas que éstos tenían (Lucas 16:4-7). En otros términos, instó a otros a hurtar los bienes de su amo, involucró a otros en su fraude. Cuando una persona no se humilla, se dedica a sembrar su cizaña, y recluta a otros para que después le defiendan. No tiene paz ni sosiego hasta que corrompen a todos los que le rodean.
 Cuidado, hermano, con aquel que ha sido infiel en la mayordomía y te quiere involucrar en sus cruzadas personales, en su pecado, en su cuento, en su rebelión. No lo admitas, no lo oigas, no te dejes envenenar. Mantente puro, hazte respetar como siervo de Dios, y si él es infiel, que salga solo. Algunos usan los bienes de su amo para comprar la conciencia de otros, para silenciarlos. ¿Cuántos no han vendido el mensaje del Evangelio por el prestigio, por el qué dirán? Amado, sé sabio y escapa como el ave del lazo del cazador. Aquel mayordomo robó la paz y el prestigio de aquellos a quienes involucró en su engaño. Si usted se deja involucrar, perderá la comunión con Dios. A veces, no sabe usted el por qué, pero es porque le están guiando en la senda del engaño. Dios quiere que seamos hallados fieles, que Él pueda encontrarnos haciendo su voluntad engrandeciendo el patrimonio celestial en vez del nuestro. Amén.
  Los obreros y los colaboradores, en particular, tenemos que ser conscientes de la gran responsabilidad que Dios nos ha confiado, al tenernos por dignos de este ministerio tan noble.

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