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El Reino Unido celebra este martes el bicentenario del explorador escocés David Livingstone (1813-1873), que se sumergió en la desconocida África como misionero anglicano y terminó buscando las fuentes del Nilo y luchando contra el esclavismo de la época victoriana.
La Royal Geographical Society ha celebrado diversas conferencias para conmemorar la ocasión, mientras el Museo Nacional de Escocia mantendrá hasta el 7 abril una exposición dedicada al primer occidental que contempló "Mosi-oa-Tunya" ("El humo que truena") y lo rebautizó como las cataratas Victoria.
Livingstone dedicó décadas a exploraciones que obligaron a los cartógrafos de la época a redibujar todos los mapas de África, se volcó en ofrecer atención médica a los nativos y defendió sus derechos ante los colonos europeos.
Fascinado por África, se negó a volver al Reino Unido cuando la malaria y la disentería le consumían a punto de cumplir 60 años.
Para entonces, el doctor escocés era una celebridad en Occidente por las narraciones de sus viajes, pero había pasado tantos años sin dar señales de vida que en los salones de Londres y Nueva York se le daba por perdido.
Ante la falta de noticias del aventurero, el diario "New York Herald", ávido de historias exclusivas, decidió sufragar una expedición para encontrarlo, encargo que recayó en el periodista y explorador Henry Stanley.
El intrépido galés partió en 1871 hacia África y, tras un largo periplo, dio con su compatriota en la aldea de Ujiji (Tanzania), a orillas del lago Tanganica, donde se presentó con una frase que ha quedado grabada como el clímax de la exploración africana: "Doctor Livingstone, supongo".
En efecto, Stanley había tenido la fortuna de toparse con el escocés en la inmensa África, pero lo hizo cuando las enfermedades habían mermado ya parte de sus fuerzas, dos años antes de su muerte.
Aún así, Livingstone deslumbró con su personalidad magnética a Stanley y le convenció para posponer su regreso a casa, donde debía anunciar que el célebre explorador seguía vivo, para adentrarse juntos en el entonces desconocido lago Tanganica.
En ese momento hacía treinta años que el doctor de Glasgow, segundo hijo de un humilde comerciante de té conocido por su ferviente religiosidad, había desembarcado en el continente africano como misionero, dispuesto a evangelizar a la población local.
Años más tarde, dejaría de estar ligado a la Sociedad Misionera de Londres, que le había enviado a África en primer término, y estrecharía en cambio su relación con la Royal Geographical Society, que lo contrató en 1865 para buscar las fuentes del Nilo y le acabó concediendo su Medalla de Oro.
Casi una década antes, en 1856, Livingstone había vivido su momento de mayor gloria, cuando fue recibido en el Reino Unido como un héroe tras 16 años de viaje.
Mantuvo una audiencia con la reina Victoria -a quien había dedicado las cataratas recién descubiertas en la frontera de los actuales Zambia y Zimbaue-, publicó sus aventuras, que le reportaron las primeras riquezas de su vida, y dictó conferencias en universidades británicas antes de volver a regresar, dos años después, hacia África.
Poco antes de embarcar, subrayó en la Universidad de Glasgow que su misión no era solo geográfica, sino "mucho más elevada": "No puede ser el designio de la providencia que el horrible sistema basado en la esclavitud exista para siempre".
El escocés nunca se preocupó solo por dibujar los nuevos mapas del mundo: desarrolló una reconocida labor como médico (él fue el primer occidental en apreciar que la presencia de mosquitos anticipaba la aparición de la malaria) y trató de evitar los abusos de los colonos europeos que se repartían África en el siglo XIX.
Su defensa de los derechos de los africanos le valió el respeto de los autóctonos por donde pasó hasta el punto de que, según la leyenda, los habitantes del poblado en Zambia donde murió enterraron allí su corazón antes de que su cuerpo fuera repatriado a Londres.
El cuerpo de Livingstone reposa en el cementerio de la Abadía de Westminster junto a otros insignes británicos como Charles Darwin, Isaac Newton y Charles Dickens.
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