martes, 19 de marzo de 2013

El despertar en un cementerio


Por qué no llega el Avivamiento
“La mano del Señor vino sobre mí, y mi llevó en el Espíritu de Jehová, y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos... y he aquí que eran muchísimos sobre la faz del campo, y por cierto secos en gran manera… Me dijo entonces: Profetiza sobre estos huesos, y diles: Huesos secos, oíd la Palabra de Jehová... Y profeticé como me había mandado, y entró espíritu en ellos, y vivieron y estuvieron sobre sus pies; un ejército grande en extremo…” Ezequiel 37:1-14.
¿ofrece la historia antigua o moderna una descripción más ridícula que ésta? Aquí hay huesos descarnados. ¿Quién ha tenido jamás semejante auditorio? Los predica­dores tratan con posibilidades, los profetas con imposibilidades. Isaías había visto a su nación llena de llagas putrefactas, de maldad. Pero, se­gún el cuadro, a la enfermedad había seguido la muerte, a la muerte la desintegración de la carne, y ahora estos huesos esparcidos no ofre­cen sino desconsuelo. La situación podría des­cribirse como de absoluta imposibilidad. No se necesita mucha fe para creer lo imposible, pero ahora se necesitaba aquel “grano de mosta­za” capaz de realizar lo imposible. Ciertamente, ¿puede alguien describir las posibilidades de una semilla viva? Una y otra vez, en el curso de los siglos, Dios ha estado llamando hombres y mujeres a realizar, no lo posible, sino lo impo­sible. Para probar que apoyarse la impotencia en la Omnipotencia de Dios no es en vano, ha borrado la palabra imposible de su vocabulario.

Los profetas son hombres solitarios. Andan solos, oran solos, y Dios les hace ser solitarios. No hay molde para ellos: su patente de dere­chos radica en Dios, por el principio de la elec­ción divina. Por ello, a ninguno le es permitido el desaliento. Que nadie diga que es demasiado anciano, pues Moisés contaba 80 años cuando le fue ordenado libertar a todo un pueblo escla­vizado. Después que George Müller hubo cum­plido los 70 efectuó varios viajes de testimonio alrededor del mundo (con lo difícil de viajar en su tiempo y sin la ayuda de la radio predicó a millones de personas).

A aquel montón de huesos secos se le pidió a Ezequiel que predicara un mensaje de vida; y así ocurrió. ¿Había allí maldición? ¡Había muerte! ¿Quién podría traer vida? ¡No hubo allí una magnífica declaración de doctrina!

Amados lectores: El mundo no espera una nueva definición del Evangelio, sino una nue­va demostración del poder del Evangelio. En estos días de aguda crisis política, de desorden moral y de desaliento espiritual, ¿dónde están los hombres hábiles, no en doctrina, sino en fe? No se necesita fe para condenar el error; o dar concluyentes pruebas estadísticas de que los diques morales están hundidos y una ola de impureza infernal ha invadido esta generación.

En esta hora trágica el mundo yace en ti­nieblas y la Iglesia yace en la luz; pero ambas duermen. La flácida iglesia militante es señala­da burlonamente como la iglesia impotente. El Espíritu Santo viviente está buscando hombres dispuestos a pisotear su vano orgullo cultural, deshinchar su propio yo y confesar que, tenien­do vista están ciegos. Hombres dispuestos a comprar, por el precio de quebrantamiento de corazón y sinceras lágrimas, el ser ungidos con colirio divino para ver las cosas como son.

En esta hora crucial necesitamos hombres embriagados del Espíritu Santo. ¿Dónde están hoy día los Wesley, los Whitefields, los Finney y los Hudson Taylors? Sin embargo, en los días de los Hechos de los Apóstoles tal tipo de cris­tianos no era una excepción, sino la regla nor­mal. Con el Ateísmo en el mundo, el Modernis­mo en la Iglesia y la Moderación en los grupos fundamentalistas, ¿estará el Señor buscando en vano, como en los días de Ezequiel, el hombre que se ponga firme en el portillo?

Hermanos predicadores, la verdad desnuda es que en nuestros días estamos más ansiosos de viajar que de engendrar; de ahí que no ten­gan lugar nacimientos espirituales. ¡Que Dios nos envíe, y pronto, un profeta extraordinario a curar una iglesia extraordinariamente coja!

Es demasiado tarde para dar nacimiento a ninguna otra denominación. Ahora mismo Dios está preparando a sus Elías para la última gran ofensiva contra el frío ateísmo militante (disfrazado con una careta religiosa). En el gran despertamiento final el poderoso Espíritu Santo será vino nuevo, rompiendo los viejos y secos odres del sectarismo.

Ezequiel hubiera temblado a la vista del macabro espectáculo, pero guiado por la fe se hallaba el destino de millares, o millones de se­res. Observad que decimos guiado por la fe, no por la oración. Muchos oran, pero tienen poca fe. ¡Qué escalofrío podía haber sacudido su es­píritu ante semejante vista! El cielo y el infierno eran únicos espectadores en la soledad del de­sierto.

“Profeticé, pues, como me fue mandado”, dice Ezequiel (aquí está el quid del asunto, se hizo un necio por amor a Dios). “Huesos secos, oíd Pa­labra de Jehová.” ¿No es una locura? Cierto. Dice a los huesos “oíd”; ¿es que por ventura tienen oí­dos los huesos secos? Pero Ezequiel hizo exacta­mente lo que le había sido mandado. Nosotros, para salvar nuestro buen crédito, modificamos las órdenes de Dios y así perdemos nuestro cré­dito. Pero Ezequiel obedeció y Dios obró. Hubo un gran ruido. Bueno, esto es lo que nos gusta a nosotros. Pero Ezequiel no confundió conmo­ción por creación, ni acción por unción, ni agita­ción por despertamiento.

Con solamente un soplo de sus omnipoten­tes labios podía Dios haber levantado este mon­tón de huesos secos a la vida, pero no fue así. Hubo muchas operaciones. Primero: “Y los hue­sos se juntaron cada hueso con su hueso” ¿De qué servían aquellos esqueletos? ¿Podían pelear las batallas del Señor o traer honor a su nombre?

Con demasiada frecuencia hoy día muchos cuentan el número de esqueletos que se levan­tan al llamamiento de algún famoso evangelis­ta, conmovidos, seguramente, pero no nacidos de nuevo. Todavía no tienen vida. A veces ni siquiera volvemos a verlos; pero a veces pro­siguen instruyéndose en las cosas espirituales. En el mejor de los casos, podríamos decir, como en el ejemplo de Ezequiel, que los huesos se cu­bren de carne, y entonces el valle se cubre ya no de huesos, sino de cadáveres. ¿Sirven para algo en el Reino de Dios? De ningún modo. Tienen ojos pero no pueden ver; tienen manos pero no pueden luchar; pies pero no pueden andar. En vez de quedar desanimado, primero por los es­queletos y después por los cadáveres, sintió que Dios estaba con él y podía llevar la obra hasta el final. Sólo con Dios obtuvo la victoria. “Y profe­ticé como me había mandado, y entró espíritu sobre ellos, y vivieron”.

Nuestra inteligente propaganda, nuestra radio, nuestros artistas, nuestra música, pue­den alcanzar multitudes y producir ruido y movimiento; pero ¿qué ganamos con todo ello? Porque, hermanos, lo cierto es que ni siquiera sabemos, muchas veces, si Dios nos ha llama­do o no para entrar en el ministerio. ¿Tenemos dolor en el corazón por los hombres que pere­cen? El peso de pensar que un promedio de 85 personas mueren sin Cristo en el mundo a cada minuto que pasa, ¿no es un motivo para sen­tirnos apesadumbrados? ¿No debemos, en este mismo momento, levantar los ojos a Dios y de­cirle: “¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!” Podemos ahora mismo decir: “El Espíritu del Señor es sobre mí, ungiéndome para predicar” ¿Contamos con el infierno? ¿Podrían decir los demonios de nosotros lo que dijeron de ciertas personas que pretendían actuar en nombre de Cristo? A Jesús conozco, y a los pastores que tú citas, pero tú mismo, ¿quién eres?

El ciudadano espectador está confuso vien­do a los «Testigos de Jehová» repartiendo su veneno de puerta en puerta; a los Cientistas cristianos (que no son ni cientistas ni cristianos) proclamando sus errores; a los sectarios Ad­ventistas no dejando piedra por remover, y a la fracasada iglesia nominal manteniendo aún que ella tiene derecho a juntar bajo su regla a todos los que conocen a Cristo, pues ella sola tiene la promesa de las llaves del Reino de los Cielos. Por eso, el ciudadano del mundo que conoce el Evangelio de oídas, pero no ha visto ni sentido el poder del Evangelio como una vi­sita divina al alma humana, tiene todo derecho a preguntar: ¿Dónde está nuestro Dios? ¿Qué le contestaremos?

Tenemos, quizás, un atisbo de desperta­miento acá o allá en alguna iglesia, pero no lo­gramos interesar ni despertar a los millones sin Dios. Conseguimos llenar algún estadio juntan­do autobuses repletos, por lo general, de miem­bros o asistentes ya a iglesias, pero necesitamos un general Booth para traer a los lejanos, a los que están sin Dios y sin esperanza en el mundo.

¿Quién va a Dios quebrantado de corazón? La verdad es que Dios sólo puede usar cosas quebrantadas. Por ejemplo: Jesús tomó el pan y lo rompió. Sólo entonces pudo alimentar a la multitud. El vaso de alabastro fue roto y la casa se llenó del olor del perfume. Jesús dijo: “Esto es mi cuerpo entregado (roto) por vosotros”. Si esto hizo el Maestro, ¿qué haremos nosotros?

¡Llorar por el pecado! Jeremías exclamó: “Si mi cabeza se hiciese aguas”, y David dijo: “Ríos de agua descendieron de mis ojos”. Queridos hermanos, nuestros ojos están secos porque son secos nuestros corazones. Vivimos, hermanos, en un tiempo cuando tenemos compasión sin compadecer. Cuando una pareja de salvacio­nistas escribieron al general Booth que habían fracasado en uno de sus intentos de redimir a los perdidos, les envió esta breve respuesta: “Probadlo con lágrimas”. Así lo hicieron y tuvo lugar un despertamiento.

En tercer lugar, no sentimos el pecado como pecado: “Los necios se mofan del pecado”, dice el Libro de Dios. Fijaos que llama necios, o lo­cos, a los que menosprecian esta gran realidad. Los grandes pensadores de la Iglesia cristiana han designado siete formas de pecar a las que llaman «pecados mortales», dejando a otros como «pecados veniales»; pero es un gran error, pues todo pecado es mortal. Pero estos siete pecados son las raíces de millares de pe­cados. Las siete cabezas del monstruo que está devorando nuestra generación a toda prisa. Es­tamos ante una juventud seducida por el pla­cer, que no se preocupa de Dios. Engreída con un pseudo-intelectualismo y adornada con una amplitud de criterio que significa indiferencia a todo lo espiritual, acepta fácilmente las normas degradadas de una nueva moral.

Así que, ¡cristianos, de rodillas!, desistid del loco intento de mejorar la sociedad rociando la iniquidad individual e internacional con agua de rosas. Arrojad sobre la podredumbre los po­derosos ríos de lágrimas y oración y de predi­cación ungida con el poder del Espíritu Santo, hasta que todo sea limpio. Amén.

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