Se llamaba
Javier Duarte. A los 34 años un accidente sólo acabó con su existencia física,
pero no pudo derrumbar la obra que edificó. Incansable difusor del Evangelio,
predicó la Palabra del Señor en Perú y Estados Unidos.
Predicaba la Palabra de Dios de forma cotidiana. Se
consideraba poco elocuente, con un carácter humilde y poco afecto a la
notoriedad, lo que suplía con una entrega total a la Obra del Movimiento
Misionero Mundial y un sometimiento riguroso al Evangelio del Señor. Y, para
reforzar su amor incondicional a Jesucristo, en los treinta y cuatro años que
duró su recorrido terrenal hizo lo que el Señor dictaminó que hiciera. Sólo
ahora, a casi una década de su partida, Javier Duarte Argote se hace manifiesto
y notorio a través de un justo tributo para quien en vida se ganó un lugar
destacado en el anuncio de las buenas nuevas.
Nacido el 11 de octubre de 1967 en la provincia de las Tunas, en Cuba, Duarte Argote decidió desde muy pequeño en transformarse en un cristiano respetuoso de la sana doctrina. Tercero, de cuatro hijos, de la pareja conformada por Humberto Duarte y Avelina Argote, Javier en sus primeros años de vida se despuntó como un evangélico “humilde y sencillo”. Quienes lo conocieron por aquellos días afirman que era un muchacho callado, de pocas palabras, pero de una fe poderosa como un grito ensordecedor. Su padre, quien laboraba como chofer interprovincial en ese momento, junto a su mujer le inculcó la confianza en Cristo y pudo disfrutar de una niñez tranquila y apacible bajo los designios de Dios.
Rumbo a La Habana
Luego de una infancia y adolescencia timbradas por la paz, su fe evangélica, debido al régimen político y social gobernantes en su isla, lo colocó en medio de una disyuntiva cuando aspiraba a estudiar ingeniería eléctrica en los primeros años de los ochenta. El dilema, planteado por los funcionarios gubernamentales de su ciudad natal, lo obligó a elegir entre sus convicciones cristianas y los estudios universitarios. Entonces fue que optó por Dios y se vio obligado a emigrar a La Habana para seguir una carrera técnica en suelos y agroquímica. “Prefiero estudiar otra cosa antes que renunciar a mi fe”, repitió una y otra vez antes de marcharse a la capital de Cuba donde continuaría al lado del poder salvador de Dios.
En La Habana, mientras el planeta observaba el final de la “Guerra Fría” entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el compromiso de Duarte con Dios se hizo más ferviente. Entretanto se dedicaba a terminar sus estudios técnicos, en 1985, conoció a Priscila Vizcay, una mujer de fe, en un templo de la capital cubana y gracias a ello completaría su alianza con el Señor. Porque de aquel encuentro, predeterminado por el Salvador, se gestaría un feliz matrimonio que compartió el amor por Jesucristo y que se materializó en 31 de octubre de 1987. Una unión que, del mismo modo, certificó el poder de la oración y el valor del sometimiento de dos cristianos que dejaron en las manos de Jesús sus vidas y fueron premiados con creces por el Señor.
Aunque fue un ciudadano cubano ejemplar, que sólo se dedicó a la causa de Cristo y a trabajar como cualquier otra persona más, la vida de este cristiano no estuvo al margen de las rigurosas restricciones ideológicas impuestas en su país. Según su esposa Priscila Vizcay, testigo de los acontecimientos, Javier fue víctima de hostigamientos y persecución por ser creyente de la fe cristiana. Sus actividades y reuniones fueron observadas por el gobierno de la isla y se le prohibió predicar la Palabra de Dios por las calles y en los espacios públicos. Debido a ello, a la pareja Duarte-Vizcay no le quedó más alternativa que salir de territorio cubano el 12 de abril de 1989 con destino a Perú.
Mollendo, New Orleans, Miami...
Instalado junto a su familia en la parte occidente de América del Sur, donde fue recibido por el reverendo Rodolfo González Cruz, recién allí Javier concretó su idea de ser misionero de la Obra de Dios. Sin limitaciones ni impedimentos de ningún tipo, Duarte se unió al Movimiento Misionero Mundial del Perú y al poco tiempo partió a la ciudad de Arequipa, en la que se encontraban los padres de su esposa, a fin de emprender la tarea señalada para él por Jesucristo. Después, siempre guiado por el Señor, recaló en la ciudad costera de Mollendo, en la que el cristianismo estaba ausente y reinaba la vida mundana, e inició un ministerio fértil.
Sin embargo, al pie del Océano Pacífico, el hombre que siempre andaba con una sonrisa colgada del rostro, debió pasar una serie de duras pruebas de fe para reafirmar su sumisión a Dios. Fueron días donde su valor y su confianza en Cristo se impusieron al hambre, el desamparo, la pobreza, las hostilizaciones de la iglesia tradicional y las amenazas y amedrentamientos de las organizaciones terroristas que causaban zozobra y terror en el Perú de inicios de los noventa. Una victoria que, auspiciada por el Todopoderoso, transformó muchas vidas en la ciudad de Mollendo.
El 30 de septiembre de 1992, Duarte Argote parte a Estados Unidos para proseguir con su misión cristianizadora. Allí, en el gigante de América del Norte, en la ciudad de New Orleans, la más grande del Estado de Luisiana, estableció un templo y captó muchas almas para el rebaño de Jesús y pasó por encima de las barreras culturas e idiomáticas que se le pusieron al frente. Empero, al cabo de cinco años se trasladó a la ciudad de Miami, la más latina de Norteamérica, y volvió a empezar en el trabajo de cimentar y propagar las bases de la Iglesia.
Desafortunadamente, el 12 de marzo de 2002, junto a su esposa Priscila y sus hijos Damaris, Dorcas y Javier, y en el mejor momento de su quehacer evangélico, Duarte sufre un mortal accidente de tránsito y un día después el Señor decide llevárselo a su presencia. De este modo, culminó el paso terrenal de un hombre que no dudó jamás en someterse a los mandatos de Dios y que en su existencia dejó una huella imborrable de amor por la misión evangelizadora. Un trabajo que hoy, casi una década después de su muerte, se mantiene vivo e incólume a través del testimonio de su familia que tan igual que él, a diario, predica la Palabra de Jesucristo como la tarea máxima de una familia cristiana comprometida con la Obra del Movimiento Misionero Mundial de Dios
Nacido el 11 de octubre de 1967 en la provincia de las Tunas, en Cuba, Duarte Argote decidió desde muy pequeño en transformarse en un cristiano respetuoso de la sana doctrina. Tercero, de cuatro hijos, de la pareja conformada por Humberto Duarte y Avelina Argote, Javier en sus primeros años de vida se despuntó como un evangélico “humilde y sencillo”. Quienes lo conocieron por aquellos días afirman que era un muchacho callado, de pocas palabras, pero de una fe poderosa como un grito ensordecedor. Su padre, quien laboraba como chofer interprovincial en ese momento, junto a su mujer le inculcó la confianza en Cristo y pudo disfrutar de una niñez tranquila y apacible bajo los designios de Dios.
Rumbo a La Habana
Luego de una infancia y adolescencia timbradas por la paz, su fe evangélica, debido al régimen político y social gobernantes en su isla, lo colocó en medio de una disyuntiva cuando aspiraba a estudiar ingeniería eléctrica en los primeros años de los ochenta. El dilema, planteado por los funcionarios gubernamentales de su ciudad natal, lo obligó a elegir entre sus convicciones cristianas y los estudios universitarios. Entonces fue que optó por Dios y se vio obligado a emigrar a La Habana para seguir una carrera técnica en suelos y agroquímica. “Prefiero estudiar otra cosa antes que renunciar a mi fe”, repitió una y otra vez antes de marcharse a la capital de Cuba donde continuaría al lado del poder salvador de Dios.
En La Habana, mientras el planeta observaba el final de la “Guerra Fría” entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el compromiso de Duarte con Dios se hizo más ferviente. Entretanto se dedicaba a terminar sus estudios técnicos, en 1985, conoció a Priscila Vizcay, una mujer de fe, en un templo de la capital cubana y gracias a ello completaría su alianza con el Señor. Porque de aquel encuentro, predeterminado por el Salvador, se gestaría un feliz matrimonio que compartió el amor por Jesucristo y que se materializó en 31 de octubre de 1987. Una unión que, del mismo modo, certificó el poder de la oración y el valor del sometimiento de dos cristianos que dejaron en las manos de Jesús sus vidas y fueron premiados con creces por el Señor.
Aunque fue un ciudadano cubano ejemplar, que sólo se dedicó a la causa de Cristo y a trabajar como cualquier otra persona más, la vida de este cristiano no estuvo al margen de las rigurosas restricciones ideológicas impuestas en su país. Según su esposa Priscila Vizcay, testigo de los acontecimientos, Javier fue víctima de hostigamientos y persecución por ser creyente de la fe cristiana. Sus actividades y reuniones fueron observadas por el gobierno de la isla y se le prohibió predicar la Palabra de Dios por las calles y en los espacios públicos. Debido a ello, a la pareja Duarte-Vizcay no le quedó más alternativa que salir de territorio cubano el 12 de abril de 1989 con destino a Perú.
Mollendo, New Orleans, Miami...
Instalado junto a su familia en la parte occidente de América del Sur, donde fue recibido por el reverendo Rodolfo González Cruz, recién allí Javier concretó su idea de ser misionero de la Obra de Dios. Sin limitaciones ni impedimentos de ningún tipo, Duarte se unió al Movimiento Misionero Mundial del Perú y al poco tiempo partió a la ciudad de Arequipa, en la que se encontraban los padres de su esposa, a fin de emprender la tarea señalada para él por Jesucristo. Después, siempre guiado por el Señor, recaló en la ciudad costera de Mollendo, en la que el cristianismo estaba ausente y reinaba la vida mundana, e inició un ministerio fértil.
Sin embargo, al pie del Océano Pacífico, el hombre que siempre andaba con una sonrisa colgada del rostro, debió pasar una serie de duras pruebas de fe para reafirmar su sumisión a Dios. Fueron días donde su valor y su confianza en Cristo se impusieron al hambre, el desamparo, la pobreza, las hostilizaciones de la iglesia tradicional y las amenazas y amedrentamientos de las organizaciones terroristas que causaban zozobra y terror en el Perú de inicios de los noventa. Una victoria que, auspiciada por el Todopoderoso, transformó muchas vidas en la ciudad de Mollendo.
El 30 de septiembre de 1992, Duarte Argote parte a Estados Unidos para proseguir con su misión cristianizadora. Allí, en el gigante de América del Norte, en la ciudad de New Orleans, la más grande del Estado de Luisiana, estableció un templo y captó muchas almas para el rebaño de Jesús y pasó por encima de las barreras culturas e idiomáticas que se le pusieron al frente. Empero, al cabo de cinco años se trasladó a la ciudad de Miami, la más latina de Norteamérica, y volvió a empezar en el trabajo de cimentar y propagar las bases de la Iglesia.
Desafortunadamente, el 12 de marzo de 2002, junto a su esposa Priscila y sus hijos Damaris, Dorcas y Javier, y en el mejor momento de su quehacer evangélico, Duarte sufre un mortal accidente de tránsito y un día después el Señor decide llevárselo a su presencia. De este modo, culminó el paso terrenal de un hombre que no dudó jamás en someterse a los mandatos de Dios y que en su existencia dejó una huella imborrable de amor por la misión evangelizadora. Un trabajo que hoy, casi una década después de su muerte, se mantiene vivo e incólume a través del testimonio de su familia que tan igual que él, a diario, predica la Palabra de Jesucristo como la tarea máxima de una familia cristiana comprometida con la Obra del Movimiento Misionero Mundial de Dios
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