lunes, 18 de febrero de 2013

Reforma protestante y Educación

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Las naciones donde había triunfado la Reforma multiplicaron los esfuerzos por educar a toda la población sin excepciones. A finales del siglo XVI, el índice de alfabetización de la Europa protestante era muy superior al de la católica.
La biblia señala que cuando moi­sés se despidió de su sucesor, Josué, le encargó lo siguiente: “nunca se apartará de tu boca este libro de la Torah, sino que, de día y de noche, meditarás en él, para que guardes y te compor­tes de acuerdo con todo lo que está escrito en él, porque de esa manera prosperará tu camino y que todo te saldrá bien” (Josué 1: 8). Pocas veces un consejo habrá alterado la marcha de la His­toria de una manera tan espectacular ya que la conducta y la práctica religiosas no iban a estar vinculadas en el futuro tanto al rito –aunque existiera – como a la lectura de un texto sagra­do que se abría no a una casta sacerdotal sino al conjunto del pueblo.
Como señalaba el capítulo 6 de Deutero­nomio, los padres debían poder explicar a sus hijos los mandatos contenidos en la Torah. Esta circunstancia tuvo una consecuencia inmediata para los miembros del pueblo de Israel como fue la creación de una cultura que necesitaba desesperadamente la alfabetización para creer.
El proceso de alfabetización era tan obvio, por ejemplo, en la época de Jesús que a nadie le sorprendía que el hijo de un carpintero o de un pescador supiera leer, escribir y discutir so­bre lo leído. Semejante circunstancia dotó de una extraordinaria capacidad de supervivencia a los judíos, que incluso antes de la destrucción del Templo de Jerusalén en el 70 d. de C., habían depositado la guía espiritual de la nación no en los sacerdotes - ¡no digamos ya en los políticos! - sino en los sabios.
Por supuesto, semejante conducta también tuvo efectos colaterales negativos. Por ejemplo, conocedores de lo que establecía la Torah, los judíos mantuvieron unas normas de higiene y limpieza durante la Edad Media que los libra­ron de no pocas enfermedades y padecimien­tos... sólo para que la gente los acusara de causar las epidemias y por eso verse libres de su efecto. Con todo, para los judíos –que seguían lo seña­lado en la Torah– el pertenecer a una religión del libro tuvo, entre otras consecuencias bené­ficas, la de una mayor alfabetización que la que pudiera darse en otras culturas.
Religión del libro surgida del judaísmo, el cristianismo debería haber seguido la senda marcada por aquel en lo que a alfabetización se refiere. Así, fue en el s. I cuando Pablo, des­pidiéndose de Timoteo, le indicó que “desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras las cuales pueden hacerte sabio para la salvación por la fe en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3: 15). El panorama cambió de manera radical en el siglo IV.
Al respecto, el testimonio de J. H. Newman, cardenal católico procedente del anglicanismo, no puede ser más claro: “En el curso del siglo cuarto, dos movimientos o desarrollos se ex­tendieron por la faz de la cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o ceremonial. Se nos dice de varias maneras en Eusebio (V. Const III, 1, IV, 23, &c), que Constantino, a fin de recomendar la nueva religión a los paganos, transfirió a la misma los ornamentos externos a los que aquellos habían estado acostumbrados por su parte. No es nece­sario entrar en un tema con el que la diligencia de los escritores protestantes nos ha familiariza­do a la mayoría de nosotros. El uso de templos, especialmente los dedicados a casos concretos, y adornados en ocasiones con ramas de árboles; el incienso, las lámparas y velas; las ofrendas votivas al curarse de una enfermedad; el agua bendita; los asilos; los días y épocas sagrados; el uso de calendarios, las procesiones, las bendicio­nes de los campos; las vestiduras sacerdotales, la tonsura, el anillo matrimonial, el volverse hacia Oriente, las imágenes en una fecha posterior, quizás el canto eclesiástico, y el Kirie Eleison son todos de origen pagano y santificados por su adopción en la Iglesia” (An Essay on the De­velopment of Christian Doctrine, Londres, 1890, p. 373).
A partir de Constantino, el cristianismo fue cambiando el énfasis en el Libro por una visión ceremonial y sacerdotal que se fue desarrollan­do todavía más durante la Edad Media . Sin duda, los monasterios desempeñaron un papel notable en la preservación de la cultura clásica y no es menos cierto que hubo algún intento – fa­llido – de popularizar en cierta medida esa cul­tura. Sin embargo, en el curso de la Edad Media quedó claro que, al igual que en el paganismo, en el seno del cristianismo, se podía ser piadoso – incluso un santo – y, a la vez, analfabeto. El sa­ber leer y escribir no era condición para conocer el camino de la salvación y, dicho sea de paso, tampoco para otras tareas como la guerra o el campo. Esa visión saltó hecha añicos gracias a la Reforma protestante del siglo XVI.
Para los reformadores, la única regla de fe y conducta era la Biblia, un libro al que todos debían tener acceso para poder examinarlo con libertad y sin las ataduras de una jerarquía por­que, al ser la Palabra de Dios, se explicaba por sí mismo. Resulta curioso observar la manera ma­chacona en que algunos persisten en considerar el libre examen de la Biblia como una conducta malvada. En realidad, no pasaba de ser la afir­mación de un derecho fundamental, el de acer­carse al texto sagrado y poderlo leer en la propia lengua y no en un latín que era desconocido para la mayoría. Por otro lado –y volviendo con ello a una línea ya existente en el judaísmo– el pastor en el protestantismo dejó de ser un sa­cerdote para convertirse en el sabio que conoce las Escrituras al igual que sucedía desde hacía siglos con los rabinos.
Se podía –y se puede– ser un fiel católico sin saber leer ni escribir. Esa circunstancia es imposible para el judaísmo y también para el protestantismo. ¿Cómo se puede acercar nadie a un texto que procede de Dios por definición si no se sabe leer ni escribir? Las consecuencias de esa circunstancia fueron extraordinarias si­quiera porque la Reforma deseaba sobrevivir y además expandirse y ninguna de esas metas era alcanzable sin extender la alfabetización. Así, en 21 de mayo de 1536 se estableció la prime­ra escuela pública y obligatoria de la Historia. El lugar era la protestante Ginebra. No fue una excepción. La Primera confesión escocesa de 1547 establecía una reforma de la educación exi­giendo que en los medios rurales se enseñara a los niños en escuelas adjuntas a las iglesias; en las ciudades con superintendentes se abrieran escuelas y universidades con un personal debi­damente pagado. Era el inicio, pero iba a crear en pocos años diferencias abismales entre unas naciones y otras. Dejaré para una próxima en­trega el impacto que esa diferencia crearía en el ámbito de la investigación científica, pero en el de la educación fue abrumador.
Las naciones donde había triunfado la Re­forma multiplicaron los esfuerzos por educar no a élites –como la Compañía de Jesús– o a niños vagabundos –como pretendió con más corazón que éxito José de Calasanz– sino a toda la población sin excepciones. A finales del siglo XVI, el índice de alfabetización de la Europa protestante era muy superior al de la católica, sin excluir una España en la que Felipe II había decretado que los estudiantes no cursaran estu­dios en universidades extranjeras por miedo a la contaminación de la herejía o una Francia en la que la población hugonote estaba mucho más alfabetizada que la católica. En el caso de algu­nas confesiones, el avance fue verdaderamente espectacular. Por ejemplo, a mediados del siglo XVII, los cuáqueros tenían un índice alfabetiza­ción del cien por cien lo que explica no poco sus avances en las décadas siguientes en áreas como la banca, el comercio o la ciencia, tres áreas de las que, no por casualidad, España se iba a des­colgar lamentablemente.
No puede sorprender que en 1808, el no­venta por ciento de la población española fuera analfabeta ni tampoco que seis años después gritara “¡Viva las caenas!”. ¿Podía, a decir ver­dad, haberse comportado de otra manera un pueblo ciertamente heroico, pero mayoritaria­mente analfabeto?
Es bien significativo que los primeros inten­tos para revertir esa situación se dieran en Es­paña ya en pleno siglo XIX, por impulso de los liberales y chocando no pocas veces con la igle­sia católica que deseaba mantener el monopolio de la enseñanza.
La Ley Moyano fue el primer éxito en el ca­mino hacia una educación pública. Pero se apro­bó en 1857. ¡1857! Habían pasado más de tres­cientos veinte años desde aquella ley ginebrina que establecía la escuela obligatoria y pública.
Como en otras áreas, España había perdido siglos precisamente cuando más necesitaba por su condición de potencia no quedarse rezagada. Cuando, siglos después, intentó remontar esa situación lo hizo además en no pocas ocasio­nes con la mancha del sectarismo que no veía la educación como algo bueno sino como un ins­trumento de adoctrinamiento. Para remate, ese atraso no iba a limitarse, por desgracia, al área de las finanzas o al terreno educativo.
POST-SCRIPTUM
Y no hemos avanzado mucho. Las últimas déca­das se han perdido en términos educativamente para España porque de los nacionalistas – espe­cialmente los catalanes – a la izquierda ha exis­tido la convicción de que la educación debe ser, sobre todo, una forma de adoctrinamiento. Los datos del informe PISA demuestran año tras año que España es una nación tercermundista en términos educativos a pesar de gastar más, mucho más, en educación que otras naciones de sociología protestante como, por ejemplo, Finlandia. Igual que los pobres ignorantes del pasado como mínimo sabían el credo y el padre­nuestro aunque desconocieran las matemáticas o la literatura, los educandos del presente igno­ran las matemáticas, la gramática y la historia, pero, eso sí, pueden mal escribir en catalán y se conocen los tópicos del denominado progresis­mo. De manera semejante, no pocos puestos do­centes los ocupa un nuevo “clero” nacionalista o izquierdista. Es una mentalidad de siglos consa­grada por la falta de la Reforma en España. Ahí seguimos.
 

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